Cuando era niña quería ser violinista, pero estudié derecho, como mi padre, mi tío y mi abuelo.
Me
gustaban las muñecas y también el futbol, pero el balón solo lo toqué con mis manos.
No
quería casarme, ni confesarme, ni siquiera vestirme de blanco.
A
los treinta tenía dos hijos y un marido por la Santa Madre Iglesia.
Era
abogada, como mi padre, mi tío y mi abuelo.
Me
aburría ser letrada y vestirme de gris o
de negro y defender lo que no creía.
El
s sábado era el día del sexo compartido, el día en que los cuerpos se
acercaban.
Y
cada noche del sábado en mi cama otro juez me preguntaba y juzgaba.
Si
tenía uno, dos, o tres orgasmos o el deseo me había abandonado.
Si
debía llegar al clímax con un sexo torpe, sabio o experimentado en mi vagina.
De
qué color y textura eran mis fantasías.
A
mi me gustaba el sexo conmigo, pero eso era egoísta y pecado.
Mis
vestidos y mis faldas eran demasiado cortas y las lenguas de mis vecinos
demasiado largas.
Mi
verbo se fue llenando de silencios y mi
vida de vacíos.
Me
hubiese gustado tener amigos y salir a comer o tomar un café, y bromear e
incluso flirtear un poco, pero eso no
estaba bien visto.
Yo quería ser violinista, pero fui abogada
como mi padre, mi tío y mi abuelo.
Yo
quería enseñar mis piernas largas y delgadas pero las miradas me avergonzaban.
Yo
quería conocer hombres interesantes, aunque no estuvieran nunca en mi cama, y conocí
hombres y mujeres que juzgaban.
Yo
quería tocar el violín, aunque nunca fuera violinista.
No
fui violinista, ni toqué el violín, aunque alguna vez soñé dormida que tenía un
Stradivarius y este me besaba.
Y
la vida se pasó siendo yo quien no quería.
Siempre
habría un juez que me juzgaría y a un vecino a quien nunca gustaría.
Ya
no defiendo a nadie, ni siquiera a mi misma.
Ahora
me siento junto a la ventana, en una
silla de anea que ya no sé si es grande, pequeña o fea.
Y
cada tarde, el sonido de cuatro cuerdas llega
a mi ventana. Cierro los ojos y me quedo
en silencio y dejo que el arce bese mi cara.
Y entonces todas mis emociones se van escribiendo
en un pentagrama, ya sin reglas ni normas.
Y
entonces entiendo por qué quise ser violinista.
Al otro lado
una niña toca el violín, y seguro será violinista.
Fdo.: Raquel Díaz Illescas
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