En carpetas y cajas recicladas guardamos facturas, recibos, apuntes, notas de la
universidad e incluso las del colegio; cartas del banco y quizá alguna de amor
también.
Las guardamos porque si, sin preguntarnos el
para qué.
Guardamos y acumulamos papeles que
posiblemente nunca necesitaremos, pero los guardamos por costumbre, por hábito
o qué más da el por qué.
Acumulamos ropa, zapatos y un sinfín de accesorios
y complementos actuales y los que hace temporadas ni miramos, pero los
mantenemos ahí por si algún día quien
sabe si nos decidimos a desempolvarlos; otras veces los guardamos en el
armario, en el canapé o en cajas simplemente porque nos da pena; una pena
irracional que sin saberlo quizá, lo identificamos con momentos de otro tiempo.
Lo dejamos ahí ocupando espacio, un espacio
que cada vez se hace menos espacio y más saturación.
Acumulamos un sinfín de “para qués” que no
sirven para nada, solo para ocupar un lugar en el aparador, el mueble del salón
o las estanterías. Objetos que nos regalaron y ni siquiera recordamos quién, ni
dónde, si fue en una boda, comunión o bautizo, o quizá regalo de boda, de tu
ex, o vaya se usted a saber qué. Viven con
nosotros y con todos nuestros “Diógenes”.
Sabemos cuánto guardamos cuando tenemos que
empaquetar para llevarlo a otro sitio, otra casa, o decidimos desprendernos sin
más.
Y lo mismo hacemos con nuestras emociones, nuestras experiencias
de vida, nuestros lastres y todos nuestros miedos. Los vamos guardando en
espacios emocionales, en rincones, esquinas
y contornos de nuestro pensamiento, de nuestras emociones y los llevamos
en nuestra mente y nuestra piel como el que lleva tatuajes.
Guardamos las lágrimas, los rencores, los
reproches, los por qués, las soledades, las mentiras, los orgullos, las ausencias y todos los te echo de menos…
Los guardamos demasiado tiempo, los alimentamos y los dejamos crecer y multiplicarse,
sin dejar espacio a nuevas
oportunidades para el corazón y es
entonces cuando sentimos que todo pesa demasiado y que moverse sin que nada se remueva
es complicado sin que duela.
Atesoramos silencios que llenan nuestras habitaciones de
soledades, soledades vacías, soledades frías.
Guardamos
números de teléfono sin nombre, sin significado ni recuerdo alguno. Los
guardamos por si la memoria viene y mientras los cubrimos con el manto del
olvido.
Coleccionamos sueños que nunca nos permitimos
y los guardamos con las postales de viajes que
nunca hicimos.
Acumulamos preguntas que siempre fueron
interrogantes.
Alimentamos respuestas y las cubrimos de
miedos.
Almacenamos emociones que no sabemos
identificar, amores que se transforman
en dependencias.
Nos llenamos de soledades y dejamos ir a los
encuentros.
Si lo que desearíamos es caminar ligeros y vaciar y soltar los miedos que incapacitan,
los reproches que alejan, y todos los
silencios que aíslan, metámoslo todo en
bolsas o cajas y volquémoslo en el primer contenedor que veamos.
No crees Diógenes en tu corazón, si no es
para sentirte más libre.
Fdo.: Raquel Díaz
Illescas
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