A las 9h, el avión procedente de la ciudad de Alajuela tomaba tierra en el aeropuerto de Barajas.
Martina Luna se fue de España hacía veinte años. Entonces era una conocida publicista para las importantes empresas del país, lo que no fue impedimento para dejarlo todo, e intentar buscar, como en otro tiempo lo hiciera su abuela Fabiola, su pedazo de felicidad que todavía no había consumido.
De camino al hotel Puerta de América, Martina leyó la prensa del día en el taxi: “El viernes, a las 20.30h, en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, Carlos Castro, presentará su último libro Cuando seamos viejos”. Carlos se había convertido en un escritor consagrado.
Martina Luna dejó la mirada enganchada en otro tiempo, y recordó la carta apresurada que dejó a Primitivo, un hombre enjuto y pequeño, y que a pesar de estar ya jubilado, cada mañana se seguía sentando junto a la portería, en su vieja silla de anea.
-Primitivo, necesito que cuando venga el señor Carlos Castro por aquí, le entregue este sobre. No lo olvide, por favor. Yo estaré fuera.
-No se preocupe señora. ¿Quiere que le diga algo? -quiso saber Primitivo-.
-No, no, solo entréguele el sobre -le informó Martina algo nerviosa-.
Martina Luna se encontraba abriendo su desordenada maleta, ya en la ciudad de Cartago. En un lento caminar, Carlos Castro abría la carta que Primitivo le había entregado, buscando un poco de aire fresco.
A Carlos.
Necesito irme de esta ciudad. No porque no te ame. No porque no te desee. No porque cada minuto del día haya dejado de esperar pasarlo a tu lado. A pesar de mi sentimiento, no soy capaz de sonreír sin que me duela. Necesito ser yo cuando me miras. Cuando me equivoco. Cuando pienso y siento la vida demasiado intensa...
Durante muchas noches, he intentado dibujar nuevas vidas para regalarte. Vidas que no me pertenecían, que no deseaba, pero que inventaba para ti.
He sido cada uno de tus personajes, tus putas, tu psiquiatra, tu enfermera, tu madre, tu alumna… demasiados tus que ya no entiendo. No me siento tan fuerte Carlos.
No pretendo que me entiendas. Ni si quiera que comprendas lo que ni yo misma entiendo. Solo quiero que cuando pase el tiempo y las piernas no nos permitan echar a correr el uno del otro, sepas que nunca quise huir de ti, sino de mí, de este amor que no comprendo.
Inventé demasiados mundos para estar a tu lado, para sentir tus besos, tus caricias, tus celos, tus ansias de no perderme, tus te quieros.... Me equivoqué, sabiendo que lo hacía. Pacté con el diablo por sentir por última vez, tu boca junto a la mía; tus manos sobre mi cuerpo.
Me siento cansada de desdibujar soledades, de pintar de colores la nada...
Adiós Carlos.
Martina.
-¿Qué día es hoy?, preguntó Martina un tanto aturdida al taxista.
-Hoy es martes, señora –le informó con extrañeza el joven taxista.
Martina Luna conservaba una boca dibujada que se resistía al paso del tiempo. A través de unos grandes cristales intentaban asomarse dos líneas verdes, que seguían haciendo de esta jubilada, una mujer seductora.
Martina había pasado los últimos años en la ciudad de Cartago. Allí conoció a Leo, un prestigioso economista con quien se casó en segundas nupcias. Leo enseñó a Martina que su cuerpo era un maravilloso territorio por explorar. Bebió de sus fuentes, se adentró en sus bosques, y dibujó con sus dedos los contornos redondos, que humedecía cada noche con el sabor caliente del guaro.
Fueron años de mucho guaro y tequilas en noches calientes, donde los te quieros se iban agolpando en una mesita de noche de cualquier hotel de las afueras, donde Martina aceptaba la compañía de cualquier compatriota del difunto Leo.
Martina Luna había vuelto a Madrid, con la tranquilidad de haber encontrado su pequeño pedazo de felicidad. El sábado, iría a ver a Carlos. Había comprado su libro, y lo leería como lo hiciera en otro tiempo.
Hombres y mujeres vestidos para la ocasión, rodeaban a Carlos Castro, quién sabe si en un intento de captar su atención, o la de algún fotógrafo.
Un abundante pelo blanco, que asomaba por encima de los presentes, advertía que el tiempo también había pasado para el escritor, que conservaba esa mirada de quien se sabe un hombre seguro. Carlos seguía siendo un hombre atractivo.
Martina Luna tomó una tarjeta de la presentación del libro de Carlos Castro y escribió detrás:
Quizá Sacha, volvió de New York, para decirle a Frank:
Hoy, amor mío, pasados ya los años, y con unas cuantas canas en el corazón, quiero decirte que me mires despacio, tranquilo y en silencio, y que leas en los ojos, y en los labios de esta vieja, lo que no quisiste escuchar cuando eran de terciopelo.
Hoy solo deseo cerrar los ojos y sentir tu mano junto a la mía. Algo más arrugada, menos pesada y más sabia. Solo tu mano sobre la mía, solo eso deseo.
Hoy solo quiero, viejo mío, que me regales una sonrisa pausada, serena y que sigas más tarde mirando no sé que cosa.
Hoy solo quiero, amor mío, que camines a mi lado, sin prisas, sin reproches de viejo tonto. Que me digas al oído, igual que entonces, ¡qué linda eres!, y yo te sonría.
Hoy solo quiero, pequeño diablo, en esta recta final de nuestro camino, que lo acabemos juntos, el uno al lado del otro, sin atajos, sin zancadillas.
¡Ay, viejo mío! si pudiéramos contar el amor como contamos el tiempo, hoy mi viejo tonto, sabrías cuánto te amé, cuánto te quise y cuánto te quiero.
Martina, bajo una túnica blanca, metió la tarjeta en un sobre apaisado, sin perder de vista a Carlos.
-Por favor, entrégueselo a Carlos Castro –le solicitaría amablemente Martina a una azafata-.
Carlos buscó con la mirada inquieta entre la multitud, los ojos de la persona que había escrito aquello.
Martina giró la cabeza y fijó su mirada en los ojos de Carlos, donde el tiempo pareció detenerse.
-Carlos, -le interrumpía una mujer elegantemente vestida- debes sentarte cariño, vamos a empezar.
-Si, si, ya voy.
Martina Luna siguió mirando a Carlos, y tras unos minutos, abandonó la sala y pidió un taxi.
-¿Dónde vamos señora? -le preguntaría un cansado taxista-
-Buena pregunta –sonrió Martina.
Fdo.: Raquel Díaz Illescas