Aprendí el arte de la seducción con unas tijeras y una cacerola en mano, las seducidas, las otras niñas que ponían a mi disposición sus maravillosas melenas. A sus madres nunca les caí bien.
Me gustaban los helados de chocolate, y a mi hermana los de hielo y limón; me comía el de chocolate y la mitad del polo de limón. –“Cuando no quieras más me lo das ¿vale? No lo tires…-Le decía a mi hermana- Mi lengua acababa siempre amarilla.
Mis palabras sabían a gominolas de fresa, de naranja y de menta y siempre llevaban la promesa de los huevos kínder.
Escribía cuentos que forraba con papel de charol; sordos, mudos y ciegos, cuentos invisibles; y leía a Platero y yo.
Cuando era niña me sentía fuerte, aunque mi cuerpo me contradecía. No era fuerte, pero trabajaba mucho para ser valiente.
Quería ser guapa como mi hermana, pero mi padre decía que era inteligente, y alta y delgada, como Olivia, la mujer de Popeye, como las líneas de la fragilidad que no se ven.
Aprendí a estudiar de oído, y a pasar de curso con el corazón.
Cuando era niña quería ser cirujana, pero tenía fobia a la sangre y mis ojos se fueron volviendo ciegos, como mi corazón.
Aprendí a dibujar posibles, a pensar en ellos y también a seducirlos.
MI mochila estaba siempre llena de historias, aventuras y quimeras que me esperaban en cada esquina de mi cama. Mi cama se fue haciendo pequeña y los sueños se fueron yendo.
Más tarde, quise ser motera, pero me tuve que conformar con ser paquete, aunque mi alma fuera en dos ruedas.
Quise ser todo lo que nunca sería y estudié para entender mis posibles.
Cuando era niña quería ser muchas cosas, incluso soñaba con ser feliz.
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