martes, 9 de junio de 2009

El interlocut@r soñado


...En recuerdo a Carmen Martín Gaite.

Mi querido interlocut@r:

Hace unos meses me regalaste un libro envuelto con la timidez escurridiza que desea decir muchas cosas y a la vez no decir nada:…dejarlo sobre la mesa y salir sin comentarios; sin que nada se hubiese inmutado en ese instante, sin que nada ni nadie hubiese hecho algo distinto a lo habitual… (¡qué difícil es a veces entender esto, ¿verdad?!).

Prometí, no sólo leerlo, sino comentarlo contigo. De antemano te pido disculpas por dos cosas: primero por haber alargado mi comentario, y segundo, y más, o quizá menos importante, por sacarte los colores. Esto de cualquier forma no es difícil.

A pesar de que han transcurrido ya algunos meses, quiero decirte que leí ese mismo día el cuento que tímidamente me recomendaste. No tuve paciencia para esperar a llegar a aquella página que pasaba la centena. En la ciento treinta y cinco encontré el comienzo de un cuento que decía así: “No sé hablar si no veo unos ojos que me miran y no siento detrás de ellos un espíritu que me atiende”.

Es verdad mi querid@ interlocutor que pasamos gran parte de nuestra vida buscando unos ojos que nos miren, y unos oídos que estén pendientes de la propia palabra. Encontrarlo no es tarea fácil, máxime si olvidamos la parte que a nosotros nos corresponde en esta búsqueda.

Las cosas que decimos, las que transmitimos, la forma en que lo hacemos; las cosas que contamos; lo interesante de nuestra conversación, y por supuesto, algo que olvidamos con demasiada facilidad: la participación que de ésta ofrezcamos a nuestro oyente, condicionarán en gran medida su aparición.

La necesidad de contar y compartir cosas, surge ya desde la infancia: el niño busca incansable que alguien le escuche, que le haga los comentarios justos; que le preste atención… No se pregunta por el interés que tales demandas pueden causar en quien en ese momento está a su lado, sólo quiere ser atendido… Esta exigencia, aunque con algunos matices -y a veces sin ellos, la han ido arrastrando a lo largo de los años muchas personas ya adultas. Ajenos a la necesidad que tienen los otros de hablar o de escuchar según qué cosas, hay quienes hacen de la palabra todo un discurso pesado para quien le escucha. Hablan y hablan sin preguntarse el estado de ánimo de su receptor (que en ocasiones es la causa de la no atención); del interés que puedan tener sus problemas para éste.

Por interesante, gracioso, curioso, anecdótico, o importante que sea lo que queremos, o necesitamos contar, esto puede no serlo para nuestro interlocutor; pero, ¿cuántos son los que lo tienen en cuenta?

La comunicación entre dos o más personas, además de ser un intercambio de vivencias, sentimientos, y opiniones, lo es también de complicidad. Acudimos a aquéllas que nos miran a los ojos cuando hablamos, que no se ausentan quedando nuestras palabras en el vacío. Rara vez escuchamos con deleite, o conseguimos sentirnos cómodos hablando si no percibimos la reciprocidad de nuestro interlocutor.

El saber escuchar, es un arte que puede aprenderse a través de muchas conversaciones de sólo eso: escuchar. Hay momentos en que las personas no buscamos respuestas, sino compartir algo de lo que llevamos dentro.

Muchos son los que aún no han aprendido a hacer pausas para leer en los ojos de quien le atiende, para saber si le sigue con complacencia o con resignación.

Cierto, no es suficiente con querer unos ojos que nos miren y unos oídos que nos escuchen: también nosotros debemos mirar esos ojos y aprender a controlar ese verbo impaciente que busca incesante los espacios que su interlocutor pudiera dejar en una simple pausa.
No es tarea fácil el captar la atención de nuestro receptor. La atención que buscamos, la encontramos en la atención que ofrecemos a la persona que nos habla. Es una conquista del día a día, sin duda nada fácil, pero fructífera.

Es verdad que con los años nos vamos dando cuenta de que no nos sirve cualquier oyente, y que preferimos callarnos a tener delante de nosotros a ese que nos paga con un sucedáneo de la escucha soñada, que nos oye sin ganas y distraído.

Como diría Carmen Martín Gaite: “…No sabemos como es nuestro interlocutor soñado: sus atributos, su forma de ser o sentir... Lo único que sabemos es que lo echamos de menos.”
Fdo.: Raquel Díaz Illescas

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